Hacer fuerza con los ojos, tratar de dormir.
De nuevo.
Tratar de no despertar, de hacer como que aún duermes.
Cerrar los ojos y sentir que te tiemblan los párpados del esfuerzo. Fingir que
no es hora de abrirlos, que no hay por qué levantarse, que no hay nada mejor
que hacer. Pretender que la luz no molesta, que no es ni siquiera de día.
Volverte a dormir de hecho, y sumergirte en el reino de tus
sueños. Aquel en el que campas a tus anchas, aquel en el que no hay monstruos
que te perturben ni batallas que acaben mal. Aquel en el que los castillos
rebosan ilusiones, deseos, personas.
Amor.
El mismo en el que el reloj se congeló y nadie parece
haberlo percibido. Un reino en el que las sonrisas no se esconden, al contrario
se regalan a desconocidos. Donde no hay abrazos olvidados que echar de menos.
Donde no hay prisas por llegar a ningún lugar, ni ausencias que requieran
excusas que perdonar.
Tratar de dar marcha atrás en el tiempo y poner en hora el
reloj. Volver a un instante concreto o no. En el que eras feliz, aunque no
reparases jamás en ello. O casi nunca. O no lo suficiente. En el que nada te
faltaba y a nadie echabas en falta.
Volver a un lugar, a un beso, a un suspiro.
A una persona.
A una fecha.
Y es que hay fechas señaladas que nos asaltan la memoria sin
necesidad de calendario, alarma o recordatorio alguno. Sin que le preceda
ningún tipo de advertencia, de vítores o de banderitas para agitar al viento.
No hay mensajes grandilocuentes que lo ensalcen ni
interminables discursos de agradecimiento cuando acaban. No hay grandes
celebraciones acompañadas del ritmo de la música y de bailarines expertos. Ni
desfiles que terminen en un colorido castillos de fuegos artificiales.
Fechas que no se olvidan.
Datas tras las cuales se esconde un sentimiento adormecido,
que no caducado. Silencioso por momentos, feroz en circunstancias sensibles,
delicadas, insospechadas. Sensaciones de un dolor agudo y conocido, por
desgracia. De abandono irremediable, de
pérdida largamente sentida, llorada, desgarradora.
Una herida aún no cerrada, y que por momentos se abre un
poquito, quizá sólo lo necesario para recordarnos que sigue ahí. Que por mucho
desinfectante que empleemos, que por muchas vendas que gastemos, ahí está. Un
eterno recuerdo.
Como quienes dejaron tras de sí, una huella imborrable.
Yéndose puede que de la manera más silenciosa e inesperada
posible. De golpe, en soledad, sin pretender hacerse notar. Sin darnos tiempo
para prepararnos, para decir todo lo que queríamos decir, para sentir de verdad
todo lo que queríamos, para compartir todo lo que podíamos.
O puede que llevaran tiempo diciéndonos adiós. Con claridad
o a su modo. Sin ser nosotros conscientes de ello. Sin querer verlo o queriendo
no hacernos a la idea. Negándolo para tratar de protegernos, para evitar huir,
para fingir normalidad.
Hasta que fingir deja de tener sentido.
Hasta que llega el punto de asumir. De aceptar que no queda
otra, que no hay marcha atrás. Que todo lo que podemos hacer es continuar
caminando, pese a las heridas, los deberes sin hacer y las palabras no dichas.
Pese a rompernos, a perder el aire, a querer parar. Pese a querer irnos.
Porque en algún momento, los recuerdos ya no pesan, sino que
acompañan. El dolor se atenúa y crece el agradecimiento. Por lo que fue, y por
lo que será, aunque de otra manera. Por los que se fueron, por los que quedaron
atrás. Porque aunque el vacío sigue estando, su presencia no se pierde.
Porque irse… no se van del todo.
Están en el aire que sopla alegremente, libre, sin ataduras
ni frenos. El mismo que te agita el cabello y dibuja bonitas formas sobre el
agua. El mismo que te acaricia la piel con suavidad y trae el olor del mar. El
mismo que te hace experimentar ligereza, frescura, aires nuevos.
Están en cada gota de lluvia que cae. La que limpia la
calle, la que colorea el paisaje, la que refresca cuando el calor es sofocante.
La misma que da vida a los bosques, a los ríos, al planeta. Da vida a la vida.
Están en el susurro de la noche, aquel que se deja escuchar
cuando la ciudad desacelera, baja el ritmo y la soledad se hace más patente.
Cuando se agradece la mejor de las compañías. Cuando buscamos lo
imprescindible, lo cercano, lo humano.
Están en cada estrella que brilla con fuerza al caer el sol.
Noche tras noche. En cada deseo que pedimos, en los que ya hemos conseguido y
en los que no tardarán. En cada estrella que cruza el firmamento y en los
astros que están ahí, observándonos. Día tras día.
Están en la compañía, en la gente, en las risas. En los
paseos al atardecer y en la belleza de cada amanecer. De cada nuevo día. De
cada nueva oportunidad. De cada prometedor comienzo, dure lo que dure, termine
como termine.
Están en los recuerdos, en el corazón. Están en el cofre del
tesoro que guardamos con celo. El mismo que escondemos para protegerlo.
Están donde menos te lo esperas y donde quieras que estén.
Estar, están.
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